«Una mente sin instrucción no puede dar más fruto que un campo, por fértil que sea, sin cultivar» Cicero

Ciencia humanista:

Al servicio de la Creación y de las Personas

En Terra Silis compartimos la visión de Brunello Cucinelli y creemos en un capitalismo humanista, donde el trabajo, la belleza y la sostenibilidad se entienden como expresiones de respeto profundo por la dignidad de la persona y el reconocimiento a la Creación persiguiendo la armonía con la naturaleza.

Allí donde propone una economía guiada por la dignidad humana, nosotros añadimos que la ciencia no se debería limitar a acumular datos y desentrañar la naturaleza, sino que todo conocimiento debe ponerse al servicio del alma humana y del bien común. Es pasar de la ciencia del «cómo» a la de preguntarse el «para quién».

Ambas visiones parten de la misma raíz: recuperar una relación armónica con la tierra, el paisaje, la cultura, las personas, el tiempo y el trabajo. Un acto de respeto por la Creación y el Conocimiento al servicio de las Personas. Ni el capital ni el trabajo pueden reducir al ser humano a un mero engranaje cuando la Persona es el reflejo más perfecto de la Creación.

Esta scientia humanistica aúna la técnica con la ética, el progreso con el alma. Una ciencia verdaderamente humana —como la de los antiguos monasterios donde se copiaban manuscritos y se cultivaba la tierra— no investiga, sino que custodia el paisaje, la memoria, la dignidad del trabajo, la cultura y la esperanza. Así entendemos el vino que elaboramos: una forma concreta de reconciliar el saber con el sentido, el hacer con el ser.

Nuestros pasos siguen el eco de una tradición antigua donde el conocimiento servía al bien común y la sabiduría se medía en vendimias y en libros. Cuando nos reflejamos en esos monjes viticultores que leían a Platón y a San Agustín descubrimos que el vino no era un producto, sino el resultado de lograr el equilibrio entre los frutos de la tierra y el esfuerzo y la conciencia humanos.

La técnica, cuando está al servicio de la persona, se convierte en arte. La ciencia, cuando se arraiga en la humildad del enólogo, florece en verdad. El saber, cuando se cultiva con gratitud, da fruto.

Por todo esto hablamos de ciencia humanista: una forma de mirar el mundo con respeto preguntándonos no sólo si podemos hacer y cómo lograrlo, sino si debemos y para quién.

En nuestra visión, como en los claustros monacales de antaño, conviven lo visible y lo invisible: la levadura y el misterio de la transubstanciación, la fermentación y el tiempo, el acero y el alma. Por eso elaboramos nuestros vinos con paciencia, con manos sabias y con una profunda conciencia de formar parte de algo mayor.

Como escribió Jenófanes hace más de dos mil años: «todas las cosas provienen de la tierra». Nada de la naturaleza nos pertenece y nosotros pertenecemos a ella. Todo lo que tenemos nos ha sido dado: la lluvia, el calor, la viña, la sombra de los árboles, el descanso al final de la jornada. Es el concepto de la añada. En la vida campesina de nuestros abuelos existía un respeto tácito entre el ser humano y la tierra, un pacto silencioso con la Creación. No lo hemos olvidado y cada año lo renovamos tácitamente honrando lo que se nos ha dado.

No venimos a consumir la tierra, sino a habitarla con gratitud. Somos custodios de la tierra de nuestros hijos. Por eso trabajamos con lo que ya existe. Es nuestro deber moral preservar lo que aún no se ha destruido para dejar belleza a quien venga después.

Y es que la belleza no es ornamento, sino medida de verdad y señal de armonía. Lo bello no es lo decorativo, sino lo que respira orden, proporción y cuidado. Un paisaje que no ha sido herido. Un viñedo que aún guarda silencio en invierno. Una etiqueta pensada para durar. La belleza nace del respeto y culmina en la contemplación. Custodiar la belleza es custodiar el alma del mundo.

Cada decisión que tomamos —el cultivo, el diseño, el ritmo del trabajo— busca no sólo ser eficaz, sino bella. Que quien beba nuestros vinos sienta, aunque no lo sepa, que algo ha sido hecho con amor. Como escribió Dostoyevski, «la belleza salvará al mundo»… pero sólo si primero aprendemos a protegerla.